Desde el punto de vista fundamentalista, la democracia
es considerada hoy día como la forma más perfecta de gobierno, aquella
que habría alcanzado la humanidad como una suerte de «destino
manifiesto» en su camino al «Fin de la Historia». De tal suerte que no
ser considerado demócrata o pertenecer a una sociedad no democrática es
tanto como haber perdido la condición de hombre por vivir en una
sociedad «degenerada», que sólo adoptando la forma democrática podría
regenerarse. Sin embargo, la problemática de la democracia dista mucho
de resolverse con una concepción tan simple y es necesario plantear a
fondo el origen y desarrollo del término democracia, así como su lugar
respecto a otras formas de gobierno históricamente dadas.
- La democracia frente a otras formas de gobierno
A Aristóteles debemos la primera clasificación de las formas de gobierno, en función del número de gobernantes. Así, la monarquía se caracteriza por el gobierno de uno, la aristocracia por el gobierno de pocos, y la república
por el gobierno de la mayoría (en otras ocasiones «todos»); por el
contrario, degeneraciones suyas son: de la monarquía, la tiranía; de la
aristocracia, la tiranía; y de la república, la democracia (en otras
ocasiones habla de demagogia), algo que no suele ser mencionado por los
tratadistas políticos actuales:
«De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía
al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno,
aristocracia (bien porque gobiernan los mejores (áristoi) o bien porque lo hacen atendiendo a lo mejor (áriston) para la ciudad y
para los que forman su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando
por el bien común, recibe el nombre común a todos los regímenes
políticos: república (politeía) [...].
Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad» (Aristóteles, Política, 1279a-1279b).
Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad» (Aristóteles, Política, 1279a-1279b).
Como señala Gustavo Bueno, la propia clasificación de Aristóteles,
por su ambigüedad, «difícilmente podría interpretarse como una
clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y
acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte?».
Es necesario interpretar «la clasificación ternaria como derivada de la
aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de
clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del
silogismo, en sus Primeros analíticos» (Gustavo Bueno, «La democracia como ideología», Ábaco,
2ª:12-13, 1997, p. 16). «Todos», «algunos», «uno», son cuantificadores,
pero el primero de ellos expresa una conexión que no admite
excepciones, al contrario de «algunos». Ante esta ambigüedad, Gustavo
Bueno reformula la distinción aristotélica hablando de Monoarquías (monarquías o tiranías), Paurarquías (aristocracias y oligarquías) y Poliarquías (democráticas o demagógicas). (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 145).
En resumen, las formas de gobierno no significan nada sin una materia
sobre la que aplicarse. En virtud de ello, los regímenes políticos
pueden mezclarse entre sí. En las Leyes Platón señala que los
regímenes surgen de la mezcla de monarquía, democracia e incluso en
ocasiones aristocracia: «Hay como dos madres de los sistemas políticos,
de cuyo entrelazamiento con razón podría decirse que surge el resto. Es
correcto llamar a la una monarquía y a la otra democracia. De una es la
expresión más alta la raza de los persas, de la otra, nosotros. Casi
todas las formas restantes, como dije, son variaciones de éstas» (Leyes,
693e). Incluso el régimen de Esparta, a juicio de Platón, es una mezcla
de las tres variedades: «incluso creo que se asemeja a la tiranía [...]
y sin embargo, a veces, me parece que tiene la apariencia de ser la que
actúa de una manera más democrática de todas las ciudades. Además, el
no decir que es una aristocracia está totalmente fuera de lugar. También
hay en ella una monarquía de por vida de la que afirman todos los
hombres y nosotros mismos que es la más antigua de todas. Yo, preguntado
ahora tan de improviso, en realidad, tal como dije, no puedo distinguir
y decir qué orden político es de todos éstos» (Leyes, 712 d-e).
- La democracia y la tiranía de la mayoría
Pericles, considerado por historiadores y políticos como el paradigma
de hombre democrático y auténtico adalid de la denominada «democracia
ateniense» del siglo V a. C., define la democracia en su famoso discurso
fúnebre de la siguiente manera:
«Tenemos un régimen político que no emula las leyes de
otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a
seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos
sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos
privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el
mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos
las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que
goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su
pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición
social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad»
(Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, 37, 1-2).
Pero, como ya vieron Platón y Aristóteles, existe un doble sofisma en
las palabras de Pericles: ni la mayoría representa a la voluntad
general, ni necesariamente sus decisiones son las más juiciosas (de
hecho, ambos consideran la democracia una degeneración de la república).
Además, como señala Gustavo Bueno, «estos dos sofismas se agravan
cuando se tiene en cuenta que los conceptos de minorías y de mayorías
estaban definidos únicamente en el ámbito de la capa conjuntiva
de la sociedad política, es decir, esa mayoría de la que habla Pericles
está compuesta por los ciudadanos que efectivamente intervienen en el
control de las capas conjuntiva y cortical, pero deja de lado a la
inmensa mayoría de los integrantes de la sociedad ateniense, a saber,
los esclavos y los metecos (sin contar con las mujeres, los jóvenes,
&c.), respecto a los cuales la mayoría «pletórica» no llegaba al 10
por ciento de la población total» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 142.)
De alguna manera, el doble sofisma de Pericles implica que la
democracia siempre se encuentra formando parte de algún régimen mixto,
por ejemplo con la oligarquía: «Y así el uso de la suerte para la
designación de los magistrados es una institución democrática. El
principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como el
no exigir renta para el desempeño de las magistraturas es democrático, y
el exigirlo es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán
estas dos disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la
democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse la
oligarquía y la democracia» (Aristóteles, Política, 1294b). Pero,
según Aristóteles, la «mezcla perfecta» de oligarquía y democracia era
«la constitución de Lacedemonia» (Aristóteles, Política, 1294b).
Que era curiosamente la misma composición de la democracia ateniense,
una mezcla de gobierno popular y representativo. Solón dividió en cuatro
partes el censo de Atenas, pudiendo cada una de las cuatro elegir
jueces para el Consejo de los Quinientos (Boule), pero sólo tres
de las cuatro, formadas por ciudadanos acomodados, podían elegir a los
magistrados. La democracia pura, vista por los clásicos, nunca ha
existido como tal sino mezclada con todo tipo de gobiernos
aristocráticos y monárquicos.
- Democracia y gobierno representativo
Era muy habitual considerar que hasta finales del siglo XVIII la
forma democrática de gobierno sólo se mantenía en lugares muy concretos,
como las Provincias Unidas de Holanda y en Suiza; así lo afirma
Voltaire en la entrada «Democracia» de su Diccionario filosófico [1764]. El propio Rousseau se inspira en el gobierno popular de los Cantones Suizos para formular su famoso Contrato Social,
pues los requisitos que exige para la existencia de una democracia son
«un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde
cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás. [...] una
gran sencillez de costumbres [...], gran igualdad en los rangos y en las
fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría
prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo, [...]» (El Contrato Social
[1762], Libro III, Capítulo IV). Ninguno de los tratadistas políticos
clásicos se atrevería a formular la democracia como «gobierno ideal» de
las monarquías europeas, mucho más complejas y pobladas que los pequeños
estados donde aún se mantenía un gobierno popular.
- La democracia y la igualdad
Con el final de la Segunda Guerra Mundial, las sociedades políticas
resultantes del triunfo de los aliados sobre el eje Berlín-Roma-Tokio se
polarizaron unas en torno a Estados Unidos y otras en torno a la Unión
Soviética, conformando así dos bloques enfrentados durante la denominada
Guerra Fría: las sociedades capitalistas frente a las del socialismo
realmente existente. Y, curiosamente, ambas reclamaban para sí el
adjetivo de sociedades democráticas: unas serían las «democracias
homologadas», del Estado del Bienestar, y las otras las «democracias
populares» del Socialismo real. Si leemos lo que nos señala el Diccionario de filosofía
de Rosenthal y Iudin, que ofrece la perspectiva del materialismo
dialéctico, no encontramos esenciales diferencias entre una y otra clase
de democracias, pues ambas son pluripartidistas y reconocen derechos
políticos:
«Son rasgos característicos de la democracia popular la
existencia de un sistema de varios partidos (excepto en algunos países
de Europa); aparte de los partidos comunistas, hay otros partidos
democráticos que mantienen posiciones socialistas y reconocen el papel
dirigente de la clase obrera; la existencia de un tipo de frente popular
que une a los partidos políticos y a las organizaciones de masas. Las
otras particularidades del período en que se forma la democracia popular
estriban en la ausencia de limitaciones a los derechos políticos, en la
mayor duración del plazo para acabar con el viejo aparato estatal,
&c.» («Democracia popular» en Diccionario de filosofía. Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo 1965, pág. 111.)
La diferencia se encuentra no en criterios formales (derechos
políticos, sistema de varios partidos) sino en la economía capitalista
de mercado, lo que conduce a la ideología de la democracia como
selección de elites dentro de la sociedad capitalista, formulada por
Schumpeter en 1942: «método democrático es aquel sistema institucional,
para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos
adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por
el voto del pueblo» (Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia [1942]. Aguilar, Madrid 1968, pág. 343).
Sin embargo, como bien se comprobaría en poco tiempo, la democracia
genera desigualdad, tanto en salarios como en posición social, pues el
mercado requiere distintos productos a distintos precios (de lo
contrario sería lo mismo una democracia capitalista que una democracia
«popular», socialista), lo que implica que el Estado ha de intervenir
para acabar con los efectos perjudiciales del mercado capitalista y así
recuperar el «estado de equilibrio», que dirían Lord Keynes o un John
Rawls que en su Teoría de la Justicia (1971) postuló un supuesto «velo de ignorancia» muy similar al contrato social roussoniano.
- Los avatares de la democracia
La democracia no es una forma de gobierno que suponga haber alcanzado
el metafísico «Fin de la Historia» y con él la cancelación de la guerra
como relación violenta entre estados. La democracia, al igual que la
monarquía o la aristocracia, supone la posibilidad de su corrupción
convirtiéndose en demagogia o incluso en tiranía: «las democracias
principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos;
en efecto, en privado, delatando a los dueños de las fortunas,
favorecen su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más
enemigos) y en público, arrastrando a la masa. [...] Antiguamente,
cuando se convertía la misma persona en demagogo y estratego, orientaban
el cambio hacia la tiranía; pues, en general, la mayoría de los
antiguos tiranos han surgido de demagogos» (Aristóteles, Política, 1304b-1305a). O, como señala Gustavo Bueno, en tanto que poliarquía,
degenera en demagogia, es decir, «gobiernos populistas, que gobiernan
"adulando al pueblo", tratando de satisfacer sus caprichos relativos,
por ejemplo, el consumo de drogas, de juegos, de deportes o de músicas
entontecedoras» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 145).
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