viernes, 23 de agosto de 2013

Democracia

Desde el punto de vista fundamentalista, la democracia es considerada hoy día como la forma más perfecta de gobierno, aquella que habría alcanzado la humanidad como una suerte de «destino manifiesto» en su camino al «Fin de la Historia». De tal suerte que no ser considerado demócrata o pertenecer a una sociedad no democrática es tanto como haber perdido la condición de hombre por vivir en una sociedad «degenerada», que sólo adoptando la forma democrática podría regenerarse. Sin embargo, la problemática de la democracia dista mucho de resolverse con una concepción tan simple y es necesario plantear a fondo el origen y desarrollo del término democracia, así como su lugar respecto a otras formas de gobierno históricamente dadas.

  • La democracia frente a otras formas de gobierno
A Aristóteles debemos la primera clasificación de las formas de gobierno, en función del número de gobernantes. Así, la monarquía se caracteriza por el gobierno de uno, la aristocracia por el gobierno de pocos, y la república por el gobierno de la mayoría (en otras ocasiones «todos»); por el contrario, degeneraciones suyas son: de la monarquía, la tiranía; de la aristocracia, la tiranía; y de la república, la democracia (en otras ocasiones habla de demagogia), algo que no suele ser mencionado por los tratadistas políticos actuales:
«De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que vela por el bien común; al gobierno de pocos, pero de más de uno, aristocracia (bien porque gobiernan los mejores (áristoi) o bien porque lo hacen atendiendo a lo mejor (áriston) para la ciudad y para los que forman su comunidad); y cuando la mayoría gobierna mirando por el bien común, recibe el nombre común a todos los regímenes políticos: república (politeía) [...].
Desviaciones de los citados son: la tiranía, de la monarquía, la oligarquía, de la aristocracia y la democracia, de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada al interés del monarca, la oligarquía, al de los ricos y la democracia, al interés de los pobres. Pero ninguna de ellas presta atención a lo que conviene a la comunidad» (Aristóteles, Política, 1279a-1279b).
Como señala Gustavo Bueno, la propia clasificación de Aristóteles, por su ambigüedad, «difícilmente podría interpretarse como una clasificación empírica: ¿cuántos son «todos»? ¿cuántos son «algunos»? ¿y acaso existe siquiera «uno» al margen del grupo del que forma parte?». Es necesario interpretar «la clasificación ternaria como derivada de la aplicación de un criterio lógico y, más concretamente, de la lógica de clases, tal como fue tratada por Aristóteles, al exponer su doctrina del silogismo, en sus Primeros analíticos» (Gustavo Bueno, «La democracia como ideología», Ábaco, 2ª:12-13, 1997, p. 16). «Todos», «algunos», «uno», son cuantificadores, pero el primero de ellos expresa una conexión que no admite excepciones, al contrario de «algunos». Ante esta ambigüedad, Gustavo Bueno reformula la distinción aristotélica hablando de Monoarquías (monarquías o tiranías), Paurarquías (aristocracias y oligarquías) y Poliarquías (democráticas o demagógicas). (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 145).
En resumen, las formas de gobierno no significan nada sin una materia sobre la que aplicarse. En virtud de ello, los regímenes políticos pueden mezclarse entre sí. En las Leyes Platón señala que los regímenes surgen de la mezcla de monarquía, democracia e incluso en ocasiones aristocracia: «Hay como dos madres de los sistemas políticos, de cuyo entrelazamiento con razón podría decirse que surge el resto. Es correcto llamar a la una monarquía y a la otra democracia. De una es la expresión más alta la raza de los persas, de la otra, nosotros. Casi todas las formas restantes, como dije, son variaciones de éstas» (Leyes, 693e). Incluso el régimen de Esparta, a juicio de Platón, es una mezcla de las tres variedades: «incluso creo que se asemeja a la tiranía [...] y sin embargo, a veces, me parece que tiene la apariencia de ser la que actúa de una manera más democrática de todas las ciudades. Además, el no decir que es una aristocracia está totalmente fuera de lugar. También hay en ella una monarquía de por vida de la que afirman todos los hombres y nosotros mismos que es la más antigua de todas. Yo, preguntado ahora tan de improviso, en realidad, tal como dije, no puedo distinguir y decir qué orden político es de todos éstos» (Leyes, 712 d-e).

  • La democracia y la tiranía de la mayoría
Pericles, considerado por historiadores y políticos como el paradigma de hombre democrático y auténtico adalid de la denominada «democracia ateniense» del siglo V a. C., define la democracia en su famoso discurso fúnebre de la siguiente manera:
«Tenemos un régimen político que no emula las leyes de otros pueblos, y más que imitadores de los demás, somos un modelo a seguir. Su nombre, debido a que el gobierno no depende de unos pocos sino de la mayoría, es democracia. En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio de que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad» (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Libro II, 37, 1-2).
Pero, como ya vieron Platón y Aristóteles, existe un doble sofisma en las palabras de Pericles: ni la mayoría representa a la voluntad general, ni necesariamente sus decisiones son las más juiciosas (de hecho, ambos consideran la democracia una degeneración de la república). Además, como señala Gustavo Bueno, «estos dos sofismas se agravan cuando se tiene en cuenta que los conceptos de minorías y de mayorías estaban definidos únicamente en el ámbito de la capa conjuntiva de la sociedad política, es decir, esa mayoría de la que habla Pericles está compuesta por los ciudadanos que efectivamente intervienen en el control de las capas conjuntiva y cortical, pero deja de lado a la inmensa mayoría de los integrantes de la sociedad ateniense, a saber, los esclavos y los metecos (sin contar con las mujeres, los jóvenes, &c.), respecto a los cuales la mayoría «pletórica» no llegaba al 10 por ciento de la población total» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 142.)

De alguna manera, el doble sofisma de Pericles implica que la democracia siempre se encuentra formando parte de algún régimen mixto, por ejemplo con la oligarquía: «Y así el uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución democrática. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como el no exigir renta para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo es oligárquico. La aristocracia y la república aceptarán estas dos disposiciones, tomando de la oligarquía la elección y de la democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden combinarse la oligarquía y la democracia» (Aristóteles, Política, 1294b). Pero, según Aristóteles, la «mezcla perfecta» de oligarquía y democracia era «la constitución de Lacedemonia» (Aristóteles, Política, 1294b). Que era curiosamente la misma composición de la democracia ateniense, una mezcla de gobierno popular y representativo. Solón dividió en cuatro partes el censo de Atenas, pudiendo cada una de las cuatro elegir jueces para el Consejo de los Quinientos (Boule), pero sólo tres de las cuatro, formadas por ciudadanos acomodados, podían elegir a los magistrados. La democracia pura, vista por los clásicos, nunca ha existido como tal sino mezclada con todo tipo de gobiernos aristocráticos y monárquicos.

  • Democracia y gobierno representativo
Era muy habitual considerar que hasta finales del siglo XVIII la forma democrática de gobierno sólo se mantenía en lugares muy concretos, como las Provincias Unidas de Holanda y en Suiza; así lo afirma Voltaire en la entrada «Democracia» de su Diccionario filosófico [1764]. El propio Rousseau se inspira en el gobierno popular de los Cantones Suizos para formular su famoso Contrato Social, pues los requisitos que exige para la existencia de una democracia son «un Estado muy pequeño, en donde se pueda reunir el pueblo y en donde cada ciudadano pueda, sin dificultad, conocer a los demás. [...] una gran sencillez de costumbres [...], gran igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad de derechos y de autoridad no podría prevalecer mucho tiempo; y, por último, poco o ningún lujo, [...]» (El Contrato Social [1762], Libro III, Capítulo IV). Ninguno de los tratadistas políticos clásicos se atrevería a formular la democracia como «gobierno ideal» de las monarquías europeas, mucho más complejas y pobladas que los pequeños estados donde aún se mantenía un gobierno popular.

  •  La democracia y la igualdad
Con el final de la Segunda Guerra Mundial, las sociedades políticas resultantes del triunfo de los aliados sobre el eje Berlín-Roma-Tokio se polarizaron unas en torno a Estados Unidos y otras en torno a la Unión Soviética, conformando así dos bloques enfrentados durante la denominada Guerra Fría: las sociedades capitalistas frente a las del socialismo realmente existente. Y, curiosamente, ambas reclamaban para sí el adjetivo de sociedades democráticas: unas serían las «democracias homologadas», del Estado del Bienestar, y las otras las «democracias populares» del Socialismo real. Si leemos lo que nos señala el Diccionario de filosofía de Rosenthal y Iudin, que ofrece la perspectiva del materialismo dialéctico, no encontramos esenciales diferencias entre una y otra clase de democracias, pues ambas son pluripartidistas y reconocen derechos políticos:
«Son rasgos característicos de la democracia popular la existencia de un sistema de varios partidos (excepto en algunos países de Europa); aparte de los partidos comunistas, hay otros partidos democráticos que mantienen posiciones socialistas y reconocen el papel dirigente de la clase obrera; la existencia de un tipo de frente popular que une a los partidos políticos y a las organizaciones de masas. Las otras particularidades del período en que se forma la democracia popular estriban en la ausencia de limitaciones a los derechos políticos, en la mayor duración del plazo para acabar con el viejo aparato estatal, &c.» («Democracia popular» en Diccionario de filosofía. Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo 1965, pág. 111.)
La diferencia se encuentra no en criterios formales (derechos políticos, sistema de varios partidos) sino en la economía capitalista de mercado, lo que conduce a la ideología de la democracia como selección de elites dentro de la sociedad capitalista, formulada por Schumpeter en 1942: «método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo» (Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia [1942]. Aguilar, Madrid 1968, pág. 343).
Sin embargo, como bien se comprobaría en poco tiempo, la democracia genera desigualdad, tanto en salarios como en posición social, pues el mercado requiere distintos productos a distintos precios (de lo contrario sería lo mismo una democracia capitalista que una democracia «popular», socialista), lo que implica que el Estado ha de intervenir para acabar con los efectos perjudiciales del mercado capitalista y así recuperar el «estado de equilibrio», que dirían Lord Keynes o un John Rawls que en su Teoría de la Justicia (1971) postuló un supuesto «velo de ignorancia» muy similar al contrato social roussoniano.

  • Los avatares de la democracia
La democracia no es una forma de gobierno que suponga haber alcanzado el metafísico «Fin de la Historia» y con él la cancelación de la guerra como relación violenta entre estados. La democracia, al igual que la monarquía o la aristocracia, supone la posibilidad de su corrupción convirtiéndose en demagogia o incluso en tiranía: «las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, en privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa. [...] Antiguamente, cuando se convertía la misma persona en demagogo y estratego, orientaban el cambio hacia la tiranía; pues, en general, la mayoría de los antiguos tiranos han surgido de demagogos» (Aristóteles, Política, 1304b-1305a). O, como señala Gustavo Bueno, en tanto que poliarquía, degenera en demagogia, es decir, «gobiernos populistas, que gobiernan "adulando al pueblo", tratando de satisfacer sus caprichos relativos, por ejemplo, el consumo de drogas, de juegos, de deportes o de músicas entontecedoras» (Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. La Esfera de los Libros, Madrid 2004, pág. 145).

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